jueves, 22 de noviembre de 2012

La lectura, el nuevo vicio


por: A. Huxley


Creo que el nivel cultural en América y Europa puede elevarse a algo aproximado a la cima que alcanzó entre los griegos en la era de Pericles. Pero los medios que yo utilizaría para conseguirlo serían precisamente los opuestos a los que en general proponen educadores e inspiradores intelectuales. Ellos multiplicarían el material de lectura y abaratarían la impresión; yo restringiría el primero a través del simple expediente de hacer del segundo algo prohibitivamente costoso. Un impuesto del 4.000 o 5.000 por ciento sobre el papel, aplicado simultáneamente por un acuerdo internacional, en todos los países del mundo, lograría más por la popularización de la cultura, estoy convencido, que cualquier cantidad de bilbiotecas y ediciones económicas, enciclopedias y antologías.
La cultura no deriva de la lectura de libros, sino de la lectura exhaustiva e intensa de buenos libros. Ahora bien, el abaratamiento de papel ha redundado en todas partes en la producción al por mayor de material de lectura de una calidad inferior y en la formación, en casi toda la humanidad educada, de una lectura desatenta y superficial. En conclusión, cualquier incremento importante en la demanda de material de lectura sólo puede ser satisfecho por un incremente en la provisión de textos mediocres. Confrontado a material de lectura que no es trivial ni insignificante, el endurecido –o más bien ablandado- lector de revistas o periódicos o recorre superficialmente las páginas, tratando el sentido y la importancia como siempre a tratado el sinsentido y la trivialidad, o da la espalda disgustado y con terror a una clase de escritura que lo exige, como la buena escritura siempre exige a sus lectores, que hagan un esfuerzo por acompañar y comprender, que utilicen activamente su inteligencia e imaginación. He llamado al hábito de leer demasiado, y de leer cosas sin sentido, un vicio. Y se trata de un verdadero vicio, comparable al de consumir morfina. La lectura (de periódicos, revistas y ficción) es nuestro opio y anestesia universales. No leemos para estimularnos a pensar, sino para prevenir el pensamiento; no para enriquecer nuestras almas, sino para matar el tiempo y distraer la percepción; no para estar completamente vivos, sino con el fin de permanecer menos vitalmente conscientes de la realidad circundante. La impresión barata ha inundado el mundo con un respetable sustituto del alcohol y la cocaína. La lectura, que debería ser el alimento del alma, ha sido degradada a una droga espiritual. Si los políticos utilizaran un poco la razón, añadirían periódicos y revistas a la lista de intoxicantes degradantes, cuyo tráfico debería ser prohibido o al menos estrictamente controlado.
Me animaría decir que mi propia sugerencia provee la solución más simple, acaso la única solución al problema. Un impuesto del 4.000 o 5.000 por ciento al papel, aplicado universalmente, tendría diversos resultados positivos. Detendría el hábito de la lectura como droga espiritual y la transformaría de un intoxicante peligroso y degradante en un alimento valioso para el espíritu. Las masas comenzarían a interesarse por lo mejor que se ha pensado o dicho y elevaría el nivel ce la cultura en todo el mundo.
El efecto inmediato de un impuesto del 4.000 o 5.000 por ciento sobre el papel sería retirar de circulación a todos los periódicos. Un diario del tamaño hoy considerado indispensable costaría cerca de 50 dólares o más o su equivalente en otras monedas. Muy pocos consumidores comprarían el diario a ese precio , y los propietarios de verían obligados a suspender la publicación por completo o,  en caso contrario, si quisieran continuar vendiendo sus productos  al ritmo actual, a reducir sus periódicos a una sola página en cuarto, en la que ería físicamente imposible amontonar mas que un números muy limitado de datos significativos, trivialidades y sinsentidos. Los hebdomadarios y revistas, de 90 a 150 dólares cada ejemplar, simplemente desaparecerían. Lo mismo que la gran mayoría de las novelas de 90, 150 o 180 dólares. Los libros serían tan valiosos como en las épocas clásicas y medievales, serían atesorados con un cuidado piadoso y estudiados con un fervor literariamente religioso, tan característico de los buscadores de cultura de siglos pasados. En esta época de basura a granel, no hay manera de comprender la asombrada reverencia con la que Dante, y aun el muy posterior Milton, podían hablar de los libros y sus contenidos. Sólo cuando los libros sean tan escasos como en la época de Milton podrá el hombre moderno recuperar esa pasión por la literatura, ese respeto religioso por la cultura que distinguía a los hombres de otro tiempo.
Puede confiarse que la prohibición de la lectura ilimitada –ya que mi propuesta de un impuesto significaría una prohibición- produciría los mismos efectos psicológicos que la prohibición del alcohol en los Estados Unidos. La octava enmienda transformó a miles de sobrios ciudadanos estadunidenses en bebedores inveterados. Bebían porque era ilegal beber, y luego porque les agradaba, porque habían adoptado el hábito. Del mismo modo, mi prohibición de la impresión promiscua convertirá a miles de hombres y mujeres previamente iletrados o amantes de revistas en lectores impenitentes. Lo prohibido es siempre lo deseado, y valoramos aquello que es más y más difícil de encontrar. Que mi propuesta se convierta en ley y la piratería de textos de Shakespeare será una de las profesiones más rentables. Corredores de libros desesperados desembarcarán cargamentos de Homero y Dante en las orillas de cuevas solitarias. Policías armados patrullarán los campos, a la caza de molinos de papel ilegales y ilícitos y ejemplares ocultos de Platón y Espinoza. En una palabra, el llamado Problema de la Divulgación de la Cultura se habría resuelto de un modo automático.